Lo que abunda en esta nación africana es el uranio y el analfabetismo. Faltan agua, comida y medicamentos, una situación histórica agravada, como cuentan dos médicos, una española y un argentino, por las recetas de ajuste del FMI que también llegaron allá.
En la gran mayoría de las aldeas de Níger no hay electricidad ni agua. En esas aldeas, las mujeres caminan cada día varios kilómetros hasta los escasos pozos, que proveen un agua que no es transparente y fresca como la nuestra, sino algo marrón y de aspecto malsano. Los pozos son chatos: hay que arrojar el balde, que en rigor es un canasto hecho con paja y pedazos de cámara, y esperar que golpee el fondo para empezar a hamacarlo de un lado a otro. Cinco o seis lanzamientos permiten llenar una vasija de barro con el equivalente a una descarga de inodoro en un país rico. Esa es toda el agua de la familia, para cocinar y beber.
Níger es oficialmente el país más pobre del mundo, por eso no tiene agua, ni luz, ni caminos. Ir al médico cuesta un peso, un parto con enfermera cuesta cuarenta, una fortuna. Las escuelas están tan quebradas que el gobierno quiere que los alumnos les paguen de su bolsillo a los maestros. Es que el Banco Mundial presiona para que Níger reduzca su déficit en un país donde el 60 por ciento de los 12 millones de nigerinos vive con un dólar por día, el 86 por ciento de los adultos no sabe leer y la esperanza de vida es de 44 años.
Como casi nadie puede pagarse un parto, ni siquiera caminar hasta los escasos hospitales, el 95 por ciento de los nacimientos son de entrecasa, sin higiene ni agua potable, con alguna vecina ayudando y todos encargados a Alá. “Esas madres mueren en silencio.
Están fuera del sistema sanitario. Es como si no existieran”, asegura Claudia Ermentino, pediatra de Médicos Sin Fronteras (MSF) en la provincia de Oullam. Ermentino trabaja en un hospital administrado por españoles y financiado por donantes alemanes y franceses, que ya atendió a más de dos mil niños desnutridos en la provincia. Uno de ellos es Adama, una beba de meses que sólo esta semana comenzó a llorar y moverse de nuevo, saliendo del letargo del hambre extrema. Su madre, Salmu, una mujer de casi dos metros de altura, llegó al hospital con dos gemelos, su noveno y décimo hijo.
Uno murió en seguida: es el séptimo que pierde Salmu. La médica Ermentino cuenta que lloró con este caso. “Fue por la respuesta de Salmu cuando le dije que su bebé había muerto”, explica la española. “Me dijo, ‘caminé 25 kilómetros para darles una oportunidad, y al menos salvé a uno’.”
Hambre en el Sahel
En la pequeña sala de equipajes del aeropuerto Diori Hamani, en Niamey, la capital, se respira un aroma de desesperanza. Huele a especias, a pescado en salazón y a miseria: el perfume de Africa. No hay aire acondicionado, ni excursiones organizadas, ni safaris, ni mujeres y hombres de negocios; sólo una pugna, a veces teatral, entre porteadores vestidos con raídas batas rojas que tratan de cargar las maletas de un puñado de blancos.
Se apiñan en la salida del control de pasaportes (tres policías y un único sello) como si fueran delegados de una agencia de viajes, armados con decenas de cartones en los que están escritas las siglas de organizaciones humanitarias y ONG, los únicos pasajeros que desde hace seis meses aterrizan en este país rico en uranio y quizá en petróleo, lugar de tránsito para miles de emigrantes que aspiran alcanzar Europa.
La cosecha de mijo, el alimento nacional, fue mediocre en octubre del año pasado en la región del Sahel, debido a la sequía. Una plaga de langosta terminó de arrasar los campos y puso en grave peligro a una parte de la población de Níger, Malí y Burkina Faso.
La ONU pidió ayuda internacional urgente por tres millones de dólares. Era febrero de 2005, pero casi nadie respondió; los donantes estaban concentrados en la catástrofe del tsunami asiático, donde habían muerto decenas de turistas occidentales.
Lejos de las cámaras, la tragedia africana era un desastre de segunda. Seis meses después llegaron a Occidente las primeras imágenes de niños famélicos, y en 10 días, Níger, Malí y Burkina Faso recibieron más alimentos que en los ocho meses precedentes.
La cosecha de mijo tampoco será buena este año en la zona agrícola del sur, en Maradi y Zinder, los vergeles de un país devorado lentamente por el desierto y en el que sólo es cultivable el 16 por ciento de la tierra. Los expertos de las ONG advierten que la crisis puede repetirse porque el problema de fondo no es la sequía de un año o la langosta de otro, sino una población que carece de dinero para acceder a los alimentos y unos campesinos endeudados por un sistema de libre mercado en el que sólo lucran los corruptos.
También es un problema de medios: un campesino de Níger utiliza una media de nueve kilos de fertilizante por hectárea y un europeo, 206. En la hambruna de este año, las autoridades de Níger se resistieron hasta agosto a reconocer la crisis humanitaria.
Querían evitar que el reparto gratuito de alimentos hundiera los precios del mijo y arruinara a los acaparadores. El responsable de una empresa extranjera en Niamey explica: “El 80 por ciento de los diputados son terratenientes”.
En las regiones más ricas cerca de la frontera con Nigeria, donde viven tres millones de personas, también hay hambre. Se ven cientos de mujeres caminando en fila por los caminos con bolsas blancas sobre la cabeza, que vienen de algún punto de reparto de ayuda humanitaria. Para el gobierno, en teoría democrático, elegido en 1999 tras años de dictaduras y golpes de Estado, ya no hay crisis, si es que alguna vez la hubo.
Es la cantilena oficial de un mundo feliz en el que empiezan a sobrar las ONG, que con su presencia desmienten la tesis del ya pasó. En las ciudades de Zinder y Maradi se levantan campamentos de emergencia, formados por decenas de tiendas numeradas a brocha y pabellones de ladrillo para los casos más graves: niños con la mitad de su peso y tamaño, víctimas de una desnutrición severa y a menudo mezclada con malaria u otras enfermedades, que yacen en camas con los puñitos vendados, como guantes de boxeo, para evitar que se arranquen los tubos de oxígeno y los goteros que les unen a la vida. Para las madres, un niño tan enfermo es un problema familiar (la media de hijos es de ocho), pues las obliga a estar junto a él, lejos de casa y sin atender al resto de la prole, que queda en manos de la abuela, la hermana o una vecina.
En Níger no hay red social, es un experimento de economía de mercado sin ninguna de sus ventajas. Sólo funcionan la emergencia internacional y la solidaridad rural, donde todo se comparte.
“Cobrar la atención médica fue idea de los teóricos del FMI. Se llamó la Iniciativa Bamako (nombre de la capital de Malí) y se puso en marcha en 1987. Solucionó algunos problemas, pero creó otros mayores”, afirma Ernesto Papa, médico argentino que trabaja para la cooperación belga y tiene una vasta experiencia en Burkina Faso, Malí y Costa de Marfil.
“En los años setenta, en plena euforia tras las independencias y cuando aún no se había desarrollado la corrupción, los medicamentos eran gratuitos y el Estado podía abonar el salario de los funcionarios. Pero en los ochenta todo cambió tras el hundimiento de los precios de las materias primas.
Aunque las medicinas seguían siendo gratis, no se encontraban en las farmacias. Para conseguirlas había que pagar diez veces su precio en el mercado negro. Es lo que pretendía solucionar la Iniciativa Bamako. Los donantes aportaron dinero para crear un fondo de medicamentos que al cobrarse a un precio modesto generaban ingresos que permitían reponerlas. Una buena idea que no funcionó en países tan pobres”, dice Papa.
Hace varios meses, los donantes tuvieron otra buena idea: crear un fondo de solidaridad, dotado con cuatro millones de dólares, para reducir la mortalidad durante los nacimientos, uno de los Objetivos del Milenio para 2010.
Pero sólo Francia y Unicef entregaron algo de lo previsto, los demás exigen que el ministro de Sanidad de Níger realice un anuncio oficial. El ministro se resiste a proclamar la buena nueva de un fondo vacío y quedar expuesto ante sus compatriotas. El presidente Mamadou Tandja, presionado por la primera dama, que venía de reunirse con otras primeras damas de la zona, prometió a finales de octubre la gratuidad de las cesáreas.
Ahora, el ministro de Sanidad tiene un segundo problema: cómo pagará el Estado los 150.000 dólares que costarán las 1500 cesáreas que se practican al año sin que afecte a las cuentas públicas y el famoso déficit que tanto preocupa al Fondo Monetario.
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