Pocos occidentales habían presenciado alguna vez el proceso de momificación de los violentos kukukukus, una etnia de Papúa-Nueva Guinea que no entierra a sus muertos. Ahora, una fotógrafa alemana ha logrado documentarlo. Cae el velo de uno de los grandes misterios de la antropología.
Tal vez porque creía en los demonios de la tierra, Gemtasu, jefe angu de la aldea de Koke, en Papúa-Nueva Guinea, había invitado a su padre. Como cada año, preparó la casa para una visita tan especial. Sabía que, de allí, su padre saldría rejuvenecido. Todos conocían los cuidados con los que Gemtasu lo atendía, su forma de venerarlo. Con esmero, pintaría de nuevo su cara y su cuerpo con los tintes rituales sacados de la naturaleza: ocre y agua para devolver el color brillante a su piel. Gemtasu reviviría así los días en que su padre vivía. Era la ventaja de haberlo disecado hace 20 años.
En el interior de Papúa-Nueva Guinea casi mil grupos étnicos se reparten el territorio peleando entre ellos desde hace al menos 60.000 años. Cada grupo cuenta con sus propias costumbres y tradiciones. No en vano es el único país en el que se hablan 700 lenguas, algo que da una idea de lo poco amistosos que son con sus vecinos. Aquí sólo hay un axioma común a todas las tribus: «Si no eres de la mía, eres mi enemigo». Esto hace de la mayoría de los papúes unos indígenas belicosos y terribles a nuestros ojos, pero entre los pueblos de Papúa-Nueva Guinea los realmente feroces y temibles son un pequeño grupo que vive en las montañas de la costa norte de la isla, en lo más alto de la región de Morobe: los angus, un pueblo al que todos los demás llaman con evidente temor «los kukukukus» y del que los antropólogos saben poco. Conformado por hombres de pequeña estatura –sólo algunos sobrepasan el metro y medio–, su belicosidad los agiganta para el resto de las etnias. Sin embargo, también ellos tienen miedo, no a otros guerreros, sino a los espíritus. Para ellos, las ánimas de los fallecidos y de los espíritus malignos habitan en la tierra, el bosque y el agua. La fuerza vital que anima el cuerpo de los vivos puede transmitirse del mundo material al espiritual. Eso origina que ningún angu entierre a sus muertos.
«Si la tierra probara sus fluidos, luego pediría más y éste sería un lugar sediento de sangre que pediría constantemente nuestras vidas», explican. ¿Qué hacen entonces con sus difuntos? Los momifican, un proceso que descubrió y presenció por primera vez la etnógrafa Beatrice Blackwood, del Museo de Antropología Pitt Rivers de la Universidad de Oxford, entre 1936 y 1937, y que ahora, 80 años después, ha logrado fotografiar la exploradora y fotógrafa alemana Ulla Lohmann, a fuerza de ganarse lenta y gradualmente la confianza de los violentos angus. Para momificar a sus difuntos, los kukukukus evisceran los cadáveres.
Luego los atan con fuerza y los acuestan sobre una parrilla hecha con ramas finas bajo las que se encienden unas brasas que han de permanecer vivas día y noche. Pronto el cuerpo del difunto exuda líquidos; fluidos recogidos por los angus y, según cuentan ellos mismos, bebidos por los parientes más cercanos para recuperar la esencia vital del muerto. Estos mismos parientes velan al difunto durante dos o tres meses, hasta su total momificación. Ninguno sale de la choza, ni por un instante, y nadie sabe qué liturgias siguen.
Cuando el proceso acaba, los kukukukus llevan la momia a un panteón familiar, generalmente una cornisa en un acantilado rocoso, y allí la dejan con sus ancestros y los antepasados de la tribu. La tierra no reclamará más sangre.
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